Hay un momento determinado, cuando estás hablando con alguien, ya sea conocido de hace tiempo o recién llegado a tu vida, en el que te sientes misteriosamente especial. Es ese (para mí) mágico momento en el que esa otra persona te pregunta, qué sé yo, si adivinas de dónde procede su nombre (el cual no habías oído nunca en la vida) y tú vas y le aciertas sus orígenes prácticamente de casualidad, y esa persona se queda boquiabierta porque nunca nadie habría acertado a la primera que, por ejemplo, se trata de un nombre tailandés. O ese otro momento en el que alguien pronuncia una frase y tú le dices “eso es de tal película, justo antes de que ocurra tal cosa”, y la otra persona se sorprende de que conozcas esa película, y sobre todo que te hayas quedado con esa escena que a él/ella tanto le gustó también y que prácticamente nadie conoce. O cuando ves escrita la estrofa de una canción en inglés y adivinas el título e intérprete para sorpresa del otro. En ese preciso y precioso momento te sientes único por haber llegado a donde nadie lo había hecho antes, por haber resuelto el acertijo, por haber explorado una selva virgen. Te desmarcas de todas las personas anteriores a ti. Sientes que eres, como dicen los ingleses, a cut above the rest, aunque al instante siguiente ya no tenga la menor importancia.
Es extraño este mundo de conexiones. Pero extraño en el buen sentido. Me encanta cuando leo una entrevista de alguno de los artistas a los que admiro y descubro que están escuchando el mismo cd que yo estoy a punto de rayar, o que les ha vuelto locos la misma película que yo acabo de ver y de la que me acabo de enamorar, o que están deseando que mi escritor fetiche publique nuevo libro. Me gusta ese tipo de enlace. Y me gusta descubrir que coincidimos en multitud de cosas de las que yo no tenía ni idea que compartiéramos. Me agrada conocer gente con la que tengo cosas en común.
Por ende, me gusta sentirme conectado. Y también diferente.
Y mientras tanto, el verano se hace cada vez más caluroso y pegajoso…