Aquella noche volvía a casa en coche por la 24. Me encontraba inusualmente inquieto. Me desvié de la autopista sin motivo aparente, siguiendo las indicaciones que había visto en una de esas señales de piedra. Sentía que debía ir por ese camino.
Una vez fuera de la autopista se hizo inmediatamente de noche. Muy de noche.
Estaba escuchando una vieja cinta en mi radiocasete, y cuando terminó… un silencio mortal llenó el coche. Ante mí había una avenida de árboles alineados a ambos lados de la carretera. Se veían hermosos bajo la tenue luz crepuscular. A lo largo del camino podía ver las granjas. La luz que procedía de sus ventanas era tan acogedora como ominosa. Imaginé las discretas vidas de los granjeros que vivían allí.
Una gran oscuridad descendió hasta posarse sobre los faros delanteros. Me sentí aislado… absurdo. “¿Qué estoy haciendo aquí?”. Detuve el coche al instante. Di media vuelta y regresé a la autopista. Dejé el radiocasete apagado y conduje a casa escuchando únicamente el ruido del motor.
Cuando llegué me dirigí directamente al sótano, al pequeño cuarto donde suelo escuchar música. Puse varios discos en vano… tratando de encontrar algo que animara y mantuviese a flote mi pésimo humor. Fue entonces cuando encontré un disco que no era capaz de recordar. Ni siquiera el título me resultaba vagamente familiar. Lo puse en el plato del tocadiscos y coloqué la aguja sobre él.
Era maravilloso. ¡¿Cómo podía haberme olvidado de aquel disco?! Durante los 2 o 3 minutos que duró la canción me sentí traspasado… liberado de mis preocupaciones triviales y mi autocompasión. Y entonces, el disco terminó.